Gabriela Olmos

El hechizo de la voz

Gabriela Olmos

Artes de México

(horizontedepalabras@artesdemexico.com)

 

Resumen: En torno a los libros que recuperan la tradición oral se estructuran varios procesos que permitirán que las historias que lleguen a los lectores conserven su dimensión mítica y su preocupación por la naturaleza humana. Desde la recopilación del relato en las comunidades indígenas hasta su lectura en voz alta en los mismos foros, la autora, que ha vivido de forma participativa todos estos pasos, nos invita a mirarlos y nos permite descubrir algunas dificultades que se tejen en cada uno.

Palabras clave: indígenas, tradición, recopilación, escritura, edición, promoción de lectura, México.

 

Abstract: Around the books that recover the oral tradition are structured several processes that allow the stories that reach the readers retain their mythic dimension and their concern for the human nature. From the collection of the story in indigenous communities to the reading aloud in the same forums, the author, who has lived in a participatory way all these steps, invites us to look at them, and uncovers for us some of the difficulties that are woven in each one.

Key words: indians, tradition, text collecting, writing, editing, reading promotion, Mexico.

 

La tradición oral: una doble vuelta de la fantasía

Hace cerca de diez años, al documentar una fiesta en una comunidad indígena en el centro de México, descubrí uno de los rostros más interesantes de la fantasía. Llevaba ya varios días ahí, pero no había conseguido demasiada información porque casi nadie hablaba castellano: sólo lo usaban los hombres que habían salido del pueblo en busca de un trabajo mejor remunerado, los que comerciaban en el mercado regional y los pocos venidos de fuera. Pero ellos no podían interactuar conmigo porque en muchas comunidades tradicionales de México no son bien vistos los acercamientos entre hombres y mujeres si no se conocen. Así que me limitaba a intercambiar sonrisas con las mujeres de la población, gracias a lo cual me habían permitido observar los rituales.

Aquella fiesta era un derroche de color, con una estética desbordada y con significados profundos que yo quería descifrar. La algarabía se había intensificado paulatinamente: al principio sólo se dejaban sentir sus huellas en el aire, pero poco a poco lo había impregnado todo. Y ahora el atrio de la iglesia estaba lleno de danzantes ataviados con trajes de ensueño y tocados que los asemejaban a las más hermosas aves.

Estaba por comenzar una procesión que se adivinaba importante. Algunos hombres traían en andas la estatua de san Miguel que se encontraba junto al altar, y se disponían a peregrinar tras ella hasta la iglesia del pueblo vecino. Toda la comunidad se preparaba para emprender la marcha. Atrás del santo se formaron los varones una gran solemnidad. Después se formaron las mujeres que no acababan de guardar silencio, aunque yo no lograba comprender a qué se debía tanto murmullo. Tardé cerca de diez minutos en descubrir por qué no iniciaba la caminata: los niños del pueblo, pese a llevar estorbosos tocados en la cabeza, jugaban fútbol. Una de las mujeres llevaba al portero del equipo, como obligado, a formarse en la procesión. Y éste, también obligado, exhortaba a sus amigos a que lo siguieran.

–¡Apúrenle que nos están esperando! –gritó aquel chico. Y en aquellas palabras, tan cotidianas, descubrí la puerta que me encaminaría a una aventura maravillosa: los niños del pueblo habían aprendido el castellano en la escuela, así que yo podía documentar la fiesta a través de sus palabras.

Durante la procesión me les acerqué para preguntarles algunas cosas de la festividad. Y aunque sus respuestas no me sirvieron para los fines documentales que perseguía, me enseñaron a observar las tradiciones con la mirada de los niños. Y así descorrieron ante mis ojos la cortina de una dimensión inusitada de la fantasía.

Aquella vez los niños me contaron que, de cuando en cuando, san Miguel se aburre de su iglesia y que, para salir a pasear, organiza una procesión. Y es que prefiere que los varones de la comunidad lo lleven en andas, que escaparse a caminar por la sierra con su traje de arcángel.

También me contaron que san Miguel era el protector del pueblo porque, en el principio de los tiempos, había peleado contra el demonio, lo había vencido y lo había lanzado hasta los confines del universo. Eso yo lo sabía, pero no imaginaba que en las noches oscuras el diablo salía de su cueva para tratar de apoderarse del mundo. Pero el vigilante san Miguel lo vencía una y otra vez en batallas feroces que no debían ser presenciadas por ningún humano, por el riesgo de que sus visiones le trastornaran la cabeza. Por eso dicen que los que deambulan por las noches fuera de sus casas pueden contraer la enfermedad de la locura.

–¿De dónde sacan todas estas historias? –les pregunté intrigada.

–Nos las cuentan los abuelos antes de dormir. Pero nosotros a veces soñamos con ellas. Y por eso te contamos también lo que aparece en nuestros sueños.

Al escuchar su respuesta lo intuí: si la tradición oral recoge la fantasía de los pueblos indígenas, la tradición oral contada por los niños de estas comunidades recupera la fantasía de esa fantasía. Por eso nos ofrece discursos maravillosos que vale la pena recopilar. Y a esa aventura quise dedicar parte de mi carrera profesional.

 

Seleccionar un texto “con la cabeza del corazón”

Los tzotziles, un grupo indígena asentado en el sur de México, dicen que las historias de los abuelos se cuentan y se comprenden “con la cabeza del corazón”. Y es que la tradición oral requiere de los procesos de abstracción, reflexión, simbolización y otras facultades del pensamiento. Pero no se limita a ellas. Si fueran sólo constructos mentales, las historias de los abuelos se perderían en el olvido. Pero siguen vivas porque algo en ellas responde a necesidades humanas profundas.

La tradición oral comparte con la literatura un rasgo fundamental: ni una ni otra son complacientes. No están hechas para presentarnos mundos idílicos, ni para darnos lecciones morales. Si lo hicieran, morirían muy pronto. Pero las repetimos una y otra vez porque, al seguir a sus personajes, aprendemos a mirarnos a nosotros mismos; con sus duelos, nos enseñamos a enfrentar el dolor; en sus miedos, descubrimos cuán vulnerables somos y, al verlos morir, aprendemos a lidiar con la ausencia. Los territorios en los que se adentran la literatura y la tradición oral suelen ser perturbadores. Por eso, como dirían los tzotziles, para comprenderlos hace falta el corazón, que nos permitirá intuir qué hay ahí donde ya no alcanza la mirada.

He visto muchos esfuerzos fallidos de adaptar historias tradicionales a libros condenados al olvido. Incluso he escuchado a autores y editores asegurar que una leyenda simpática basta para crear un buen libro para niños. Nada hay más falso. Aunque es cierto que muchos clásicos de la literatura tuvieron su origen en relatos tradicionales –La Ilíada, La Odisea, El cantar de Mio Cid, Las mil y una noches, etc.–, también es cierto que muchas historias se han perdido irremediablemente o se han deslavado tanto que resultan imposibles de aprehender.

¿Cómo saber qué relatos son susceptibles de integrarse en una obra literaria? ¿Qué tienen estas historias que se nos vuelven entrañables? Son vitales. Al visitar una comunidad tradicional es sencillo detectar las historias que resultarán más literarias porque son las más efervescentes, las que se repiten hasta el cansancio, las que incluso tienen versiones contradictorias. La tradición oral no es algo anquilosado, algo que haya sido escrito de una vez y para siempre. La tradición oral es humana. Y por eso vive y está en movimiento.

 

Escribir para dispersar la bruma

Cuenta el Popol Vuj, el libro sagrado de los mayas, que cuando los dioses crearon al hombre, éste tenía la facultad de verlo todo y de comprenderlo todo. Por eso, para evitar que los desafiara o que se olvidara de ellos, le nublaron la vista con un poco de bruma. Desde entonces, el hombre es piadoso y se dirige a ellos para que, en momentos excepcionales, le permitan mirar más allá de la niebla.

La escritura, las artes rituales y la sabiduría tradicional se dan en esos momentos privilegiados en los que podemos descubrir ese mundo que se oculta a nuestra mirada. Por eso comparten discursos y estructuras. Y, sin embargo, esto no se da siempre de la misma manera.

Hay tres tipos de relatos que se transmiten con la tradición oral. Por una parte están los mitos de origen, que nos explican el orden natural de las cosas como consecuencia algunos episodios ocurridos in illo tempore. Estas historias suelen tener un tono de revelación y prestarse a un lenguaje lírico, pleno de metáforas y de imágenes poéticas que reviven la sensación de que el mundo era nuevo.

También están las historias de los héroes que desafían el orden creado por los dioses y nos entregan la civilización. Para narrar las hazañas de estos personajes se creó la épica, que tiene menos hallazgos poéticos, pero es más narrativa. Y que nos resulta entrañable porque nos permite conocer algunos rostros luminosos de la naturaleza humana.

A estos relatos se suman los cuentos de aquellos que no son dioses, ni hombres, sino criaturas de la naturaleza, y que tienen la facultad de perturbar la vida. Aquí se encuentran las historias de duendes, chaneques, monstruos, nahuales y otros seres híbridos, que anidan con frecuencia en textos de terror.

Casi todas las historias ancestrales caben en estas categorías. Sin embargo, no todos los discursos que se transmiten de generación en generación son narrativos. La tradición oral también supone canciones, recetas, conocimientos relacionados con la medicina natural, adivinanzas, trabalenguas, juegos de palabras, conjuros y pronunciamientos rituales que también son susceptibles de verterse en la literatura infantil, porque, al igual que los relatos, implican un aprendizaje vital que nos permitirá mirar más allá de la bruma.

 

El editor, un guardián de la tradición

Con frecuencia en las comunidades tradicionales hay sabios que se ocupan de vigilar que se preserve la tradición. Por ejemplo, entre los lacandones, uno de los grupos étnicos más amenazados de México, todas las noches se reúnen las familias alrededor del fuego para escuchar las historias que los ancianos varones tienen que contar. Sus últimos relatos se entretejen con los primeros sueños, sobre todo entre los más pequeños, que no establecen una frontera entre los mitos y los sueños. A la mañana siguiente, las abuelas preguntan a los miembros de la familia, uno a uno, qué soñaron. Y si perciben que en el relato de alguno se ha subvertido la tradición, piden por él en sus plegarias. Así, estas mujeres se consolidan como guardianes de la tradición, pues aunque están conscientes de que hay muchas posibilidades para cada historia (tantas como sueños), saben que hay libertades que no se deben permitir.

El trabajo del editor de textos venidos de la tradición oral es muy parecido a la labor de estas ancianas. ¿Y qué deben cuidar estos sabios guardianes creadores de libros? En primer lugar que los relatos no pierdan su dimensión mítica. Es decir, que no dejen de lado ese espíritu primigenio que nos permite, como lectores, sentir que comprendemos nuestro entorno. Un texto venido de la tradición oral debe hacer sentir al hombre que este mundo fue creado para que él lo habitara. Por eso, muchos de los relatos ancestrales giran en torno a la aventura de descifrar sus secretos.

Como hemos visto, el lenguaje de la tradición oral está emparentado con el del sueño: ambos comparten una lógica que en ocasiones resulta indescifrable desde la vigilia, pero que en su contexto hace sentido. En la medida en que el editor exija un texto claro, pero que no abandone esta dimensión, habrá logrado un libro que haga justicia a la sabiduría de los indígenas.

También hemos señalado que la tradición oral está viva en la medida en que ofrece múltiples variantes para un mismo relato. Y aunque en la elaboración de un libro debe escogerse una variante para conducir la narración de forma coherente, el editor debe vigilar que el texto sea susceptible de múltiples lecturas, que esté lo suficientemente completo para ofrecer una historia bien estructurada. Pero que esté lo suficientemente inacabado para que los lectores puedan llenar sus espacios vacíos con fragmentos de su imaginación.

El editor también debe vigilar que el relato que se retoma en un libro no dé la espalda a la comunidad. Y lo digo porque me he topado con libros que buscan recuperar alguna leyenda y que la comprenden tan poco que la aniquilan. Estos ejemplares suelen ser obra de editores de escritorio que nunca se han parado en una comunidad. Sus libros suelen ser estériles porque no suponen un verdadero encuentro con el Otro, porque quisieran medir a los grupos indígenas con la perspectiva occidental.

Finalmente, el editor debe tener presente que los mitos existen, como hemos visto, para enseñarnos a mirar esos espacios de la vida que no siempre nos resultan cómodos. Y debe procurar que el autor no abandone el objetivo de revelarnos la naturaleza de esos parajes. Un editor de libros tomados de la tradición oral no debe temer hablar de la muerte, del miedo, del dolor, de la orfandad, de los instintos, y de tantos otros territorios oscuros asentados en los recovecos del alma humana.

Sólo en la medida en la que el editor sea, como las ancianas lacandonas, vigilante amoroso de que la tradición no pierda su sentido, es que sus libros sobre la sabiduría ancestral resultarán inolvidables. Tanto como las historias contadas de generación en generación.

 

El hechizo de la voz

Hace varios años viajé hacia el noroeste de México, a un pueblo que es sagrado para coras y huicholes, dos de los más efervescentes grupos indígenas de mi país, aunque también congrega a mestizos que lo han convertido en un punto de peregrinaje.

El motivo de mi visita era nuevamente documentar una fiesta tradicional. Y en eso estaba cuando comenzó a llover a cántaros. Los niños y yo nos resguardamos en una farmacia que tenía una mesa de “futbolito”. Aquél era el sitio perfecto para esperar a que escampara, pues era grande y al dueño no le preocupaba que jugáramos ahí. Rápidamente organizamos un torneo de fútbol y entre todos rentamos la mesa. Pero nuestro torneo terminó mucho antes de que la lluvia terminara. Desconcertados, juntamos nuestro dinero para ver si alcanzábamos a rentar la mesa un rato más, pero no ajustamos lo necesario. Así que les hice una propuesta:

–¿Por qué no contamos historias?

Los niños acogieron la idea con gusto y convinieron en que la única regla que se debía seguir era que todos narráramos una.

Poco a poco relataron los cuentos más fascinantes que se hubieran escuchado jamás en la sierra. Contaron la historia de un músico que, siempre que aspiraba el aroma de una flor, tocaba su violín, pero se escuchaba como si fuera una orquesta entera. También narraron el cuento de una niña que había sido criada por una serpiente, quien la había enseñado a tejer, y reinventaron el mito del diluvio original.

Mi turno había llegado. Ellos sabían que yo vivía en la gran ciudad, por lo que esperaban una historia de automóviles, edificios y personajes urbanos. Pero yo no quería abordar un relato que les resultara tan lejano. Así que decidí compartir con ellos una narración recuperada de la tradición oral. Se trataba de la historia de mi primer libro, El zopilote y la chirimía, inspirada en un mito de la región.

Ya que había comenzado con el relato, me asaltó el miedo: ¿Y si les resultaba frívola mi aproximación? Pero estoy convencida de que dejar una historia a la mitad es un acto innecesario de crueldad, así que seguí narrándola hasta el fin. Mi sorpresa fue la mirada de asombro de aquellos niños. Sus pupilas parecían decirme que nunca antes habían escuchado esta aventura, lo cual era imposible dada la dispersión de aquel relato. Ese día lo intuí: el mejor destino que puede tener un libro que parte de las historias de los abuelos es ser devuelto a la tradición oral. Sólo así podrá conservar el hechizo de la voz. Y es que la narración en voz alta da sentido y vida a la palabra escrita.

La respuesta de aquellos niños no había sido tan distinta a la de los pequeños de la ciudad a quienes me había tocado relatar esta historia. Resultaba evidente: aquí y allá los niños son parecidos; aquí y allá se dejan hechizar por las leyendas de los abuelos; aquí y allá se conmueven con las historias en las que queda retratada nuestra condición. Por eso a veces pareciera que, pese a su tremenda especificidad, la tradición oral rebasa los discursos de las minorías, para mirar de frente a la única mayoría a la que todos pertenecemos: la de lo humano.